Siempre me ha gustado la fotografía antigua. Dentro de mi colección, (des)ordenada en decenas de cajas, hay dos temáticas destacadas: la fotografía de comunión anterior a la guerra civil española y la fotografía post mortem. Estoy acostumbrado a que la mayoría de la gente, cuando viene a casa y ve mis fotos de comunión, trate en vano de disimular un cierto rictus de rechazo. Hay algo en esas ventanas de pasado sepia, en
las caras graves de los niños y en sus telas bordadas, que les resulta siniestro y que conecta con la estética del terror victoriano, con nuestra finitud y con el miedo que impone la rigidez religiosa. «Pues espera a ver mi otra colección», les digo.
La fotografía post mortem era una práctica habitual desde mediados del xix hasta el primer tercio del xx, aunque continuó durante varias décadas más. Descubrí su existencia gracias a la película Los otros, de Alejandro Amenábar. «El dolor por la muerte de un ser querido hace que la gente haga cosas extrañas», contestaba la enigmática Sra. Mills a Grace cuando esta, perturbada, le mostraba un álbum de gente «dormida». Hasta entonces yo, como Grace, nunca había imaginado que los familiares de los difuntos pudieran querer guardar una evocación tan macabra. Me equivocaba de lleno. Lo que mis ojos transformaban en macabro no era sino una muestra de afecto infinito, la necesidad de reafirmar la huella vital de un allegado, el deseo de fortalecer el recuerdo de alguien al que se quiso.
Desde nuestra perspectiva actual es difícil de comprender, tenemos medios técnicos que nos permiten almacenar físicamente todos los momentos que se nos antojen. Nos cuesta ponernos en la piel de unos padres de finales del siglo xix que quisieran guardar el recuerdo de un hijo que nunca tuvo un retrato en vida, aunque para ello tuvieran que retrasar el entierro hasta que la disponibilidad del fotógrafo lo permitiera. También hay que tener en cuenta que la muerte es mucho menos habitual y visible en nuestra sociedad que entonces: la esperanza de vida era menor, la mortandad infantil mucho mayor y el contacto con los difuntos una realidad cotidiana: se los velaba en casa, los niños posaban con ellos, las vecinas los vestían y el pueblo entero pasaba para acariciarlos y besarlos por última vez.
Teniendo en cuenta que la muerte forma parte inevitable de nuestro ciclo temporal, parecería que esta normalización tiene sentido. Pero hoy en día nos ocultamos la muerte, fingimos que no existe. La consideramos de mal gusto. El cine ha contribuido a que la percibamos como algo terrible y ajeno a nuestra experiencia, que solo se aplica como un castigo: el malo muere, el bueno sobrevive. Conmigo lo ha conseguido. Cuando murió mi padre, lo primero que pedí es que se le velara con el ataúd cerrado. En realidad ya lo había visto muerto.
Apenas media hora después de que falleciera entré en la habitación del hospital y allí estaba tumbado. Pero ya no era mi padre. Era alguien más pequeño y de facciones lívidas y extrañas que parecía haber estado siempre inanimado. Me pregunto si los familiares del xix que encargaban los retratos post mortem tuvieron en ocasiones esa misma sensación. Me negué a volver a verle así. Y evitaré, en lo posible, volver a ver inerte a alguien al que he querido.
– Carlos Areces